Amarte mata.
José I. Delgado Bahena
Al cumplir cuarenta años de edad, sin marido, sin novio ni pretendiente alguno, pensó que la vida había sido injusta con ella y, con la energía de la mujer valiente que lucha por nada y se enfrenta a todo, decidió que ese año se casaba porque se casaba.
−Pon un anuncio en el periódico –le sugirió, en tono de broma, su amiga Anselma, compañera de ella en la oficina telefónica donde trabajaba.
Alejandra tomó en serio la propuesta de su amiga y contrató en Diario 21 un pequeño espacio de un rectángulo en el que, con un nombre falso y su número de celular, puso un anuncio solicitando entrevistas con caballeros que quisieran conocerla con fines matrimoniales.
Dos individuos fueron los que le llamaron. El primero, de la capital del estado. Ella fue a conocerlo, regresando el mismo día, desilusionada por encontrar a un hombre atenido a las dádivas que su madre le daba para subsistir y esperanzado en el apoyo que Alejandra le pudiera dar para pagarse un curso, de cualquier cosa, para poder conseguir empleo.
El segundo: un hombre diferente, educado, profesor de ciencias en el nivel medio superior, con quien salió a comer en un lugar apartado, por la laguna de Tuxpan, y quien le confesó que estaba en trámites de su segundo divorcio, con cinco hijos, algunos mayores de edad, y quería encontrar, en ella, el clavo que le ayudara a sacar el otro. Al regresar de comer se despidieron con la promesa mutua de llamarse para ir al cine y conocerse mejor.
Los días pasaron y las llamadas no se realizaron.
−Es que no hubo química –le comentó a su amiga.
−Entra a una página de internet que se llama “Amores en línea” –aventuró con otra sugerencia Anselma.
Alejandra lo hizo. Por ese medio contactó a seis prospectos que, a su juicio, se trataba de hombres serios, trabajadores y guapos, según los datos y las fotografías que en sus perfiles habían agregado ellos.
Durante un mes fue valorando las conversaciones que mantenía con cada uno de ellos e, incluso, aprovechando un viaje que tenía que realizar a la Ciudad de México, para efectuar un trámite de la compañía telefónica, hizo una cita con Servando, un hombre de sesenta años, atento, respetuoso, educado, preparado y con un buen respaldo financiero que de inmediato le ofreció rentarle un departamento donde pudiera verla cada vez que él tuviera tiempo por el gran número de compromisos que tenía.
Con la misma amabilidad que él le ofreció, le regaló la promesa de que lo pensaría y se despidieron en el mismo café de la colonia Roma donde se habían citado para platicar.
Al conectarse, en la noche, en la página de contactos amorosos, eliminó de inmediato a Servando, quedando con cinco prospectos: uno de Michoacán, dos de Puebla, uno de Querétaro y el último de Morelos, pero radicado en los Estados Unidos.
Cuatro siguieron el mismo de camino de Servando. Uno por prepotente, otro por desempleado y dos por ser casados. Sólo se quedó con la posibilidad que le ofrecía Arturo, soltero, dijo él, quien trabajaba en un rancho de Phoenix, Arizona, en los Estados Unidos, y era originario de Zacatepec, Morelos. Con él fue estableciendo una relación telefónica que la llevaba a desvelarse hasta las tres de la mañana y andar como zombi durante las horas de trabajo.
“¿Dónde andas mami?” Le preguntaba Arturo durante el día con la pretensión de estar al pendiente de ella después de su trabajo.
Alejandra correspondía a ese interés con frases de amor y confianza ciega, como en el primer amor adolescente, el que piensas que es para siempre, que le condujo a la entrega de su virginidad y le hizo desconfiar en sus posteriores relaciones con otras personas.
Las continuas llamadas, las promesas de amor, los mensajes al celular -de parte de Arturo- y la esperanza de enterrar su soledad para siempre, le hicieron aceptar un compromiso matrimonial aún sin haberse conocido físicamente más que en la distancia de ese amor que nació por internet.
Él llegó, a los dos meses de haberse contactado, trayendo el anillo de compromiso y, para sorpresa de ella, acompañado de los tres hijos mayores, de seis que había procreado con una estadounidense liberal que le dio la oportunidad de venir a conocer a esa persona que lo alejaba de su lado.
Se citaron en un café del centro. Ella esperaba acompañada de su madre para que testificara la petición de mano que él haría allí, como habían acordado. Al verlo llegar, en compañía de los tres muchachos, se asombró; pero su asombro fue mayor al escuchar la revelación de su situación personal y la petición de que lo comprendiera y aceptara casarse con él a pesar de haberle ocultado ese “detalle” de su vida.
Su reacción fue inesperada. Tomó la hielera metálica que le habían puesto para su té frío, la impulsó con fuerzas sobre la cabeza de Arturo, a quien derribó por el golpazo y le produjo una herida tremenda en su sien derecha, tomó su bolso y la mano de su madre para salir del café dejando a los muchachos estupefactos, atendiendo a su padre para contenerle la sangre que brotaba de la herida, con unas servilletas de la mesa donde Arturo y Alejandra esperaban confirmar sus promesas de amor.
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