miércoles, mayo 11, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

Amor de madre

José I. Delgado Bahena


La tarde que se enteró de todo se fue a beber con sus compañeros del grupo asignado a uno de los retenes instalados en la salida de la ciudad.
Hasta ese día, su vida había sido un columpio impulsado por una sola persona: su madre. Ella decidía todo: la ropa que debía usar, la escuela en la que debía estudiar, los amigos que podía tener y la novia con la que podía andar. El trabajo de policía, que desempeñaba desde hacía dos años, se lo consiguió ella gracias a sus palancas en el ayuntamiento.
Todas sus acciones se regían por el visto bueno de Estefanía, la madre, que, desde pequeño, gobernó sus pasos y silenció sus metas sólo con la perversa intención de retenerlo a su lado permanentemente.
“¿Para qué quieres estudiar más?” Le dijo ella cuando Mario terminó la secundaria. “Con lo que ya sabes te defiendes en la vida; además, con la pensión que nos dejó tu padre podemos vivir los dos sin preocupaciones.”
Esa era su nostalgia: la ausencia del padre quien, después de doce años trabajar en Pemex, murió en un accidente cuando manejaba una de las máquinas de la empresa y les dejó un buen dinero de su seguro de vida así como la ayuda económica vitalicia que por ley le correspondió a la esposa.
Y le hizo caso. Sólo pudo convencerla de que le permitiera estudiar la preparatoria abierta cuando se dio cuenta de que para conseguir empleo le solicitaban el documento del bachillerato.
−Cada día te pareces más a tu padre –le dijo ella, un día en que se encontraban los dos viendo un programa de televisión.
−¿Por qué no vamos a visitar a mis tíos que están en Michoacán? –le preguntó él, aprovechando el diálogo que la madre había iniciado.
−¿Para qué? –contestó ella−, de todos modos no nos quieren: ¿ves que nunca vienen a vernos ni nos llaman por teléfono?
−Pues, no sé… para conocer a mis primos. ¿Tú tienes su número de teléfono? –la interrogó con una chispa en los ojos.
−Sí. Lo tengo anotado en una agenda, pero ni creas que les vamos a llamar: no los necesitamos.
Mario guardó silencio y aceptó su decisión. En ese entonces, a sus dieciocho años, sus razones se entorpecían bajo la penetrante mirada de su madre y no imaginaba los motivos de tan encumbrados celos hacia los amigos y, sobre todo, sus amigas.
“El día que quieras tener novia, me avisas para que yo te diga si está bien o no la muchacha”, le dijo ella una mañana que lo encontró, en el retén donde le tocó hacer guardia, enviando mensajes de celular a la hermana de uno de sus compañeros. Con una vergüenza que no pudo disimular frente a los demás policías, dejó que su madre le quitara el teléfono de sus manos y, con la cara enrojecida, vio cómo destruía el aparato en mil pedazos al estrellarlo contra el pavimento.
−Madre –le dijo, cuando llegó a casa, con un leve tono de reproche y con una inmensa angustia−: ¿por qué no me deja tener novia?
−Porque estás muy chico. No creas que por tener ya veintidós años sabes lo que haces. Algún día me lo vas a agradecer y entonces sabrás por qué lo hago.
Mario no se quedó conforme con esa explicación; por eso, aprovechando que ese día le había tocado descanso y que Estefanía había ido al palacio municipal a quitarles el tiempo a dos de sus amigas que trabajaban ahí, se dispuso a buscar respuestas en el mueble de la recámara de su madre.
Lo que encontró fue la agenda telefónica donde localizó el número de Esperanza, una de sus tías que vivía en Michoacán.
Lo que escuchó, en la conversación con su tía, lo dejó estupefacto; por eso, para quitarse el desconcierto, salió en busca de Marcos y Raúl, dos de sus compañeros policías que también estaban de descanso.
Cuando despertó, en su cuarto, después de haber regresado gracias a sus dos amigos que lo llevaron perdido, de borracho, advirtió las caricias y los besos que Estefanía le prodigaba sin límites, desnuda, enredada en la urgencia de hombre que a sus cuarenta años creía haber encontrado en Mario.
Entre la embriaguez y la pesadez del sueño, Mario, como pudo, reaccionó empujando de su lado, con la fuerza de sus dos brazos, a la mujer que hasta ese día había considerado como su madre.
−¡Quítate! –le gritó a Estefanía, quien fue a dar al piso por el empellón de Mario−, ahora entiendo todo. ¿Por qué nunca me dijeron, tú y mi padre, que mi verdadera madre murió cuando yo nací? No. No digas nada, las porquerías que me hacías eran por eso, ¿verdad?
Estefanía no respondió. Con mirada atónita vio cómo el hijastro tomaba su pistola, le quitaba el seguro, la amartillaba y soltaba dos disparos sobre sus pechos desnudos para terminar, así, con su enfermizo amor de madre.


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