miércoles, marzo 02, 2011

MANUAL PARA PERVERSOS

“Cuarenta y veinte”



José I. Delgado Bahena


La conoció por pura casualidad. Él, Agustín ―de cuarenta y dos años de edad―, era maestro en una escuela secundaria del centro de la ciudad y tenía un año que le habían diagnosticado, en el ISSSTE, la enfermedad de la diabetes y una hipertensión arterial provocada por el desorden en su alimentación que le tenía siempre con los triglicéridos y el colesterol al tope. 
Ella, Mónica ―a punto de cumplir los veinte―, recién había entrado a trabajar en el laboratorio de análisis clínicos donde él acudía, cada dos meses, a revisar sus niveles de glucosa.
Mónica capturaba, en la computadora, los datos de los pacientes y ahí se conocieron; pero comenzaron a tratarse por el mes de diciembre, cuando se encontraron en la combi que ambos abordaron, ya que ella vivía con sus padres y su hermano, de apenas doce años, en una colonia por el rumbo donde también vivía Agustín.
―Hola ―le dijo él, al ver que Mónica se había sentado justo frente a él y acomodaba su bolso sobre sus rodillas.
―Hola ―contestó ella, sonriente y preguntándose de dónde conocía a aquel señor que le saludaba amablemente.
―No te acuerdas de mí, ¿verdad? Soy cliente del laboratorio donde trabajas.
―¡Ah, sí!, disculpe. Es que, ¡son tantos los que acuden con nosotros!
Ahí comenzó una conversación que no terminó en el corto viaje que realizaron, lo que los llevó a intercambiar números de teléfonos y direcciones de correo electrónico.
Él le enviaba mensajes a su celular todas las mañanas, antes de comenzar sus clases, saludándola e invitándola a tomar un café o a cenar “un día de estos”.
En su primera cita, en un café del centro, Agustín le confió que era casado pero que, en los últimos meses, la convivencia con su mujer navegaba en el río de la amistad y la tolerancia; que tenía dos hijos con los que ya no convivía por estar, uno, en la universidad y otro en el bachillerato; de manera que su vida transcurría en un mar de apatía y soledad.
Mónica, correspondiendo a la confianza de él, le contó que recién había terminado una relación con un chavo del CREN a quien le hallaba con frecuencia rastros de infidelidad; por lo que decidió cortar por lo sano y prefirió quedar en libertad, más tranquila y sin compromiso.
Después de esa convivencia vinieron muchas más. A él no le importaba que algún conocido pudiera verlos y le fuera con “el chisme” a su esposa. Ella se justificaba diciendo a sus amigas que esa amistad le enseñaba más que la relación que había terminado con su novio normalista.
Por eso, y por lo que fuera, no instalaron ninguna barrera para dar salida a sus sentimientos y, retando al mundo, se besaban en público como adolescentes enamorados.
Un día, después de haber estado en el cine, ella le pidió que la llevara a un lugar más… íntimo, donde pudieran estar más a gusto, sin las indiscretas miradas de la gente.
Agustín entendió la sugerencia y, en un taxi, se fueron a un hotel, en la orilla de la ciudad, donde, por primera vez, él conoció la tersa dulzura de la piel de Mónica que lo transportó hacia el rejuvenecido sol de la esperanza.
Desde entonces, más que novios, fueron amantes y él se dejaba llevar por las frenéticas y tempestuosas aguas juveniles que Mónica dejaba libres en compañía de Agustín cuando iban a la disco, al café, al cine o a nadar.
Definitivamente, era lo que él esperaba para salir de su rutinaria vida; pero olvidaba las mil recomendaciones que el médico del ISSSTE le hacía y los cuidados en su alimentación que su esposa procuraba, a pesar del distanciamiento en el que se encontraban.
Y llegó la feria de la bandera.
Mónica convenció a Agustín de que se subieran al temerario juego mecánico del “martillo”.
Al estar sentados, y permitir que el operador les ajustara los cintos de seguridad, él advirtió que su hijo, estudiante de preparatoria, se encontraba sentado frente a él, viéndolo fijamente en clara actitud de reclamo.
El movimiento de la máquina no le permitió articular ninguna palabra. Cerró los ojos y se dejó abrazar por Mónica. Fue la única sensación que disfrutó. Los violentos giros del aparato le cortaban la respiración y le hacían sentir que medio cuerpo dejaba en las alturas cuando el asiento en el que iban descendía vertiginosamente.
Al detenerse por completo el “martillo”, Mónica dejó de abrazar a Agustín sólo para darse cuenta de su inmovilidad.
Los gritos desesperados que emitió atrajeron la atención del controlador del juego quien de inmediato se comunicó con los paramédicos de la feria, solicitando una atención innecesaria para Agustín quien había dejado, en una de las vueltas del “martillo”, la flor de la esperanza que sembró en la lava ardiente que era Mónica.


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