miércoles, junio 09, 2010

MANUAL PARA PERVERSOS

“DE HABER SABIDO…”
José I. Delgado Bahena
José Luis tenía seis años de trabajar en el periódico cuando llegó Elena. Él se encargaba de dar formato a la mitad de los archivos que llegaban a la redacción y ella se presentó el lunes de esa semana solicitando el empleo de publicista que anunciaron en la edición del domingo. El mismo día se quedó con el trabajo y comenzó a recabar la información necesaria para su labor.
Cuando José Luis la vio, con su garbo de mujer plena, piel bronceada, escote provocativo y sus veinticuatro años desbordantes en los macizos glúteos que se marcaban perfectamente en el talle del vestido aceituna que le llegaba a una cuarta de la rodilla, se dijo: “otra oveja para mi corral”.
Esa era su fama: “Ninguna se le va viva”. Y otra que él mismo se encargaba de propagar: “Una noche no me es suficiente para estar con una mujer, necesito parte de la mañana también”.
Por eso, cuando a Elena le hablaron de él y le adjuntaron su dicho, pensó: “Eso lo tendríamos que comprobar”.
No perdió tiempo; el miércoles, al tercer día de laborar para el periódico, cuando José Luis diseñaba, en la computadora, los anuncios que ella había logrado contratar, se acercó a su mesa para verificar que no faltara algún dato y dejó caer uno de sus pechos sobre el hombro izquierdo de él.
La sangre se le incendió pero tomó aire y le murmuró casi al oído:
−Si así quema el volcán cuando está dormido, ¿qué será cuando haga erupción?
−Es cuestión de que quieras encenderlo –le respondió ella con una discreta sonrisa.
−Pues tú dirás, morena.
−¿Cuándo descansas?, porque quiero ver si es cierto lo que dicen por ahí… –le soltó el reto junto con un roce de su pierna en el brazo de él, además de deslizarle en el bolsillo de su camisa un papel con el número de su celular− llámame y nos ponemos de acuerdo.
−Claro, preciosa –respondió José Luis−, descanso el viernes –agregó con voz trémula.
Todavía, el jueves, coincidieron cuando él llegaba a las oficinas, a las cinco de la tarde, y ella se retiraba llevando entre sus brazos un folder rojo, como cubriendo las curvaturas de sus pechos. Una disimulada sonrisa, entre ambos, fue el puente que se tendió para comunicarse las promesas que se cumplirían al día siguiente.
Él tuvo que mentir a su mujer y su pequeña hija, diciendo que le habían llamado del periódico para hacer un trabajo extra y esperó, en una pizzería cercana al edificio, a que saliera Elena para irse juntos, en su camioneta, a un hotel en las afueras de la ciudad, rumbo a Cocula, para no correr el riesgo de ser visto por su suegro que trabajaba de taxista.
Sin preámbulos, con la urgencia de los cuerpos que se sintieron atraídos desde que las feromonas les enviaron las señales que les evitaron los obstáculos de toda relación: conocerse, tratarse, aprehenderse y verificarse en su empatía, se arrojaron a la hoguera de la pasión que se encendió desde cuatro días antes, al conocerse en las oficinas del periódico.
Tres horas después, cuando los juegos corporales cesaron y él pidió, por teléfono, un par de tragos a los encargados del hotel, encendió la televisión, acomodó las almohadas y se recargaron en la cabecera simulada en la pintura de la pared, comenzó el diálogo:
−¿Dónde vives? –preguntó José Luis.
−En Tuxpan −contestó ella−, con una tía que quedó viuda el año pasado.
−¡Qué curioso! –dijo él−, también tengo una tía en ese pueblo y se le murió el viejo hace un año.
−Bueno, en realidad, yo vivía en Pachuca, con mi padre, pero me corrió porque salí con mi “domingo siete” y me vine, con todo y chamaco, hace quince días en busca de la única hermana que tiene aquí.
−¡Qué coincidencia! –dijo, sentándose sobre la cama y apagando la televisión con el control remoto−, mi padre nos abandonó cuando yo era pequeño y lo último que supimos es que se había ido a Pachuca y había formado otra familia. Él era originario de Tuxpan.
−Por favor −suplicó Elena−, no me digas que tu padre se llama Andrés…
José Luis no respondió a su súplica. Arrojó el control, que aún tenía en sus manos, sobre el espejo empotrado en la pared de enfrente, buscó su pantalón y comenzó a vestirse.
Ella, en silencio, recogió en envoltorio su ropa que había quedado regada en el piso y salió para vestirse en el interior de la camioneta, estacionada junto a la puerta del cuarto.
El regreso a la ciudad lo hicieron en silencio. Sólo un ligero movimiento de él para extenderle a ella, con su mano derecha, su licencia de conducir para que confirmara, con la coincidencia de los apellidos, que, de haber sabido, desearían que la historia de ese día no se hubiera escrito jamás.

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