¡LA PURA FIESTA!
José I. Delgado Bahena
¡Huy, qué tiempos aquéllos! Bien que me acuerdo cuando se hacía el corral de toros en mi calmil, antes de que el Cuate donara su terreno para que hicieran un corral de cemento, con la promesa de que él y su familia venderían lo que quisieran ahí.
Para hacer el corral, todos los ejidatarios apoyábamos al comisario. Llevábamos los palos, los horcones, las reatas y órale: amárrale aquí, escárbale allá, apriétale bien fuerte para que no los vaya a tirar el toro cebú de los Deloya, que es bien bravo y saltador.
Bien que me acuerdo: en aquel entonces todavía teníamos toros, mansos, no tan bravos como los de Tepécoa, pero teníamos. ¡Claro!, los montadores eran los mismos jinetes del pueblo; los montaban con sus huaraches o con sus zapatos viejitos, no como “ora” que les pagan a los de afuera y vienen con sus espuelas que parecen ganchos. No. En aquel entonces tenías que apretar bien fuertes las piernas, si no, porrazo seguro, al suelo, a las piedras o al surco, porque el terreno era de siembra y quedaban algunos troncos de las milpas.
Siempre se llenaba el corral. La gente se subía a los palos y cuando se “repegaba” el toro, ahí estaban los gritos y los sustos, y cuando se saltaba el corral: la corredera. No, si esas corridas eran más emocionantes. Si resultaba algún herido, aunque fuera un borracho que se había metido a torear y a hacer payasadas, decíamos que habían estado buenos los toros, si no, no tenían chiste, no había comentarios.
Ah, pero la corrida esperada era la de los vecinos de Tuxpan; esos sí que eran re listos. El comisario siempre la dejaba para el domingo. Era, como quien dice, la estelar. Traían su mojiganga –así le decían a un muñeco− que le ponían a un toro o a una vaquilla en medio del ruedo, pero venía repleta de animales, iguanas sobre todo, y cuando el animal la embestía salían las iguanas y la corredera de muchachas con sus gritos y la de los hombres para atraparlas (que es muy sabroso el caldo de garrobo, más cuando estás crudo).
Y tenías que estar crudo al otro día de la corrida de los de Tuxpan, porque traían sus buenas garrafas de “toro”, una bebida que preparaban con una mezcla especial de muchos ingredientes −¡quién sabe qué tanto le ponían!−, y era obligación que te le pegaras al “toro” para corresponder a los tuxpeños. ¡Claro!, cuando llegaban era una fiesta: se les iba a encontrar por el camino con una comitiva de muchachas, que eran las madrinas, y ellas les colgaban collares de papel de china a los jinetes y a los caballos. Iba la banda de música y se les llevaba derechito al corral para que se jugara un toro en su honor, al que le llamábamos “toro de once”. De ahí, todos juntos, acompañados de la banda de don “Bico”, toque y toque, a la comida, en la casa del comisario, donde, con la cooperación de todo el pueblo, preparaban la cochinita para los visitantes.
Después de la comida, otra vez al corral, para jugar todos los toros. Los más bravos los traían aparte, en camioneta, y los amarraban por fuera del toril; los demás, todos amontonados, adentro, y ahora sí: ¡trépense a los palos, porque sale el primero!
No, si los toros de antes hacían el relajo desde que los sacaban al ruedo, más cuando eran cuernudotes, con sus cuernos que parecían los del penacho de “Pilatos”. Cuando salía el toro al ruedo, los de a caballo lo lazaban para tirarlo en el suelo, y ahí le ponían la reata en el cuerpo, para que se agarrara el montador. Entonces no les ponían corneras, como “ora”, salían así: a cuerno pelón. El montador tenía que echarle valor, además de sus buenos tragos de “toro” que ya traía en el estómago. Ya montado el jinete, hacían que se parara el toro y órale, a torearlo.
Mientras tanto, los que nomás éramos mirones, teníamos que estar echándonos las “frías” para completar el jolgorio, que sin trago no hay fiesta.
Así pasaba la tarde de fiesta. Había buenos montadores en el pueblo, pero el que me tocó ver, que de veras era cabrón, es el “Polegas”. Todavía vive, pero dios ya le tiene apartado un lugar por todas las emociones que nos dio con sus montas.
Cuando acababan de montar a los toros, se dejaba pasar un rato, mientras se iba la gente, y luego los soltaban por las calles para que se fueran derechito hacia Tuxpan, cuidados por sus dueños. Sólo se quedaban los muchachos de ese pueblo vecino para echarse unas bailadas en la noche, con las muchachas del aquí. Como iban todos “cerveceados”, no se fijaban si las muchachas tenían compromiso o no, iban y las sacaban a bailar y al rato ahí está la buena correteada que les ponían los novios: los encaminaban hasta la barranca, a puro piedrazo, para que se fueran rapidito a su pueblo y no se fueran a regresar, hasta el otro año, cuando volvieran a traernos sus toros.
Así era la fiesta de los toros del pueblo que se organizaba en honor de “Papá Chú”, por su segundo viernes de cuaresma. Era bonito todo, gratis, además; no como “ora” que por todo cobran y no se sabe qué hacen con el dinero que recaudan. “Ora” todo es negocio, no como antes, que era ¡pura fiesta!
jose_delgado9@hotmail.com
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