LA SOGA
José I. Delgado Bahena
El silencio de su cuarto se interrumpe de pronto con un leve, pero significativo, sollozo. Una lágrima, un grito ahogado en el nudo que amenaza con ahogar el último suspiro; después, nuevamente el silencio.
Cecilia clava su mirada en la soga que sostiene entre sus manos, se sienta sobre el piso y se recarga en la cama. Aún viste el uniforme de la escuela preparatoria en la que, hasta esa mañana, estudiaba el quinto semestre de bachillerato. Sus libros y cuadernos yacen en desorden sobre la mesa de estudio. La computadora está encendida. Un mensaje rebota sobre la pantalla.
Se recuesta sobre la loseta del piso y estira un brazo para alcanzar una bola de papel que estaba junto a una pata de su cama. La desdobla y logra ver el 10 enorme, rojo, que obtuvo en su examen de matemáticas. Todos se admiraron. Hasta Bety, su mejor amiga, la miró sorprendida cuando el profe entregó los resultados.
“¿Cómo le hiciste?”, le preguntó.
Una mueca gris se dibuja en su rostro. “¿Cómo le hice?”, expresa para sí misma, en voz baja, casi en silencio, con un nuevo suspiro y otra lágrima escurriendo por su mejilla derecha.
“Como hacemos todos los que nos avergüenza reconocer que no la hacemos para el estudio −se contesta−, pagando con cuerpomatic…”
Todos saben, pero nadie lo dice. En su escuela, el lobo de la corrupción ha mordido los límites y algunos maestros piden dinero, botellas, libros, y otros “favores” a cambio de aprobar su materia.
Cecilia no es la primera en aceptar ser amable con el profe, a cambio de ese diez que le hizo tomar la decisión y ahora le incendia el pecho y le derrite las entrañas.
Al salir de la escuela, pasó al mercado a comprar el lazo; llegando a casa, con los padres ausentes, se encerró en su cuarto; como pudo y con el rostro empapado por el sudor y por su llanto, hizo un nudo corredizo en una de las puntas y se sentó a llorar su desventura.
Con decisión, empujada por la sensación de movimiento que percibe en su vientre desde que recibió los resultados de laboratorio que le confirmaron su embarazo, sube a la silla que tenía junto a su cama, cuelga la soga de uno de los travesaños de madera que sostienen el techo de teja de su casa, la acomoda en su cuello y, con un leve puntapié, termina con aquella mala suerte que le orilló a entregarse a su maestro para no reprobar el examen final.
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