Mi padre fue saxofonista;
era un buen músico,
siempre nos hablaba de las negras
y de las blancas,
las redondas y las corcheas,
y sabía de sus valores.
las redondas y las corcheas,
y sabía de sus valores.
Un mal día guardó su instrumento
en una caja rústica
y empezó a silbarle al viento.
y empezó a silbarle al viento.
Igual: era buen músico,
estaba en sintonía con su naturaleza;
el compás y los silencios
le daban ritmo a su taciturna vida.
Un día le dije:
“enséñame a tocar tu sax”.
Entonces, sus ojos, grises y opacos,
destellaron
y un sol se le estampó en la frente.
y un sol se le estampó en la frente.
Desempolvó la caja
donde guardaba el sax, ya viejo,
lo limpió, lo pulió con gran esmero
y lo puso entre mis manos con las suyas,
lo limpió, lo pulió con gran esmero
y lo puso entre mis manos con las suyas,
temblorosas.
Fue como una magia:
mis dedos y mi boca se acoplaron,
mis pulmones se incendiaron
mis pulmones se incendiaron
y las notas, valientes, se atrevieron;
la casa, toda, se hizo regocijo.
la casa, toda, se hizo regocijo.
Mi madre se acercó,
curiosa, a preguntarme:
“Pero, ¿quién te enseñó?”, me dijo.
“Pero, ¿quién te enseñó?”, me dijo.
“Mi padre”, contesté volteando a verlo.
Por sus mejillas resbalaban
dos gotas de rocío.
SIN COMENTARIOS...(PERDÓN)