jueves, noviembre 10, 2005

LA APUESTA

-Eres un cínico –me dijo y se sentó junto a mí, en la orilla de la cama. No contesté, me limité a sonreír y comencé a desatarme las agujetas de los zapatos. Ella se mordía las uñas lastimosamente, como queriendo despellejarse el corazón ante la imposibilidad de arrancarse para siempre la pasión que sentía por mí.
-¿Por qué nunca me dijiste que eras casado? –me embarró la pregunta con el rencor mismo de quien se ríe de la vida cuando está condenado a muerte.
Otra vez callé. Le di un beso en la mejilla y con la mano izquierda le apreté un pezón. (No sé por qué, en ocasiones, las mujeres se ponen tan difíciles.) Estaba, ella, al borde de las lágrimas y me sentí incómodo, realmente cruel.
-¿Ya viste que estoy estrenando zapatos? –dijo con resignación ante mi silencio y el menosprecio que sentía por ella, por sus reclamos, sus casi lágrimas. (¿Qué me importaban sus pinches zapatos? No fuimos al hotel para hablar de modas o del buen vestir.)
Ya había terminado de quitarme la ropa. Desnudo, me paré frente a ella. Le toqué el cuello deslizando las yemas de mis dedos. Podía sentir sus palpitaciones y su agitación. Su vestido era, a decir verdad, bonito. Rojo. El rojo siempre me ha despertado una sensibilidad diferente y más si se trata de un vestido entallado, con sólo dos tirantes que le sostienen desde los hombros.
-¿Me quieres? –me preguntó insinuante. Sabía que se arriesgaba a un desprecio pero se atrevió. (¡Maldita sea!) Por respuesta la besé en la boca y perforé su paladar con mi lengua. Recorrí sus dientes con mi lengua. Le mordí los labios. Todo prometía que sería una tarde inolvidable pero, en un momento de respiración, en el que con ansiedad le mordía el cuello, insistió: “¿Me quieres?”
Fue lo último que mi paciencia soportó. (¿Por qué Dios no hizo mudas a las mujeres? Habrían sido más bonitas, sin duda.) Aún con suavidad, la aparté de mis brazos y mis dientes dejaron de morderle el cuello. Ella: temblando. Yo: en silencio. No contesté más que con una flecha que se disparó desde mis ojos y se incrustó en los pupilentes azules de los suyos. ¿Cómo iba a decirle que no la quería, que si me había acercado a ella fue por una apuesta que hice con Alejandro de que se acostaría conmigo en menos de un mes? Pensé decirle, para que se sintiera bien, que sólo quince días me bastaron para clavarme de plano a lo buey con ella a tal grado que me sentía ridículo vestirme, sin hablar, después de insistirle tanto que fuéramos a pasarla bien.
No dije nada y ella no preguntó más. Entendió que la había regado con sus pinches preguntas y comenzó a meterse en su vestidito rojo. Ah, de seguro fue el mismo Alejandro el que le informó muy bien que yo era casado. Pensé que ni él lo sabía puesto que apenas tenía un mes de trabajar en el almacén.
Ni modo. Saqué una cajetilla de cigarros de mi chamarra y le ofrecí un Camel. Tomé uno y encendí los dos. Me puse mi reloj que había dejado sobre el buró. Tiré los condones que había comprado en la administración (ni modo de llegar con ellos a mi casa), le di un beso en la cabeza y, sin hablar, abandonamos el cuartucho.
Ya en la salida todavía me preguntó (¡otra más!): ¿Cuándo nos vemos?
-No sé –le contesté-, luego te llamo. Detuve un taxi, abrí la puerta, se subió y se fue. Yo me dirigí al restaurantito, frente al hotel, desde donde Alejandro observaba todo. Sabía que se encontraba ahí, así habíamos quedado. Me paré frente a él. Sacó su cartera y me dio mil pesos, dos de quinientos. Le golpeé levemente el hombro, di la vuelta y me retiré.
Ya en el metrobús, saqué el periódico de dos pesos que había comprado en la mañana y busqué la cartelera de los cines. Hoy mi vieja y mis dos hijas serían mis invitadas para disfrutar de la mejor película, a la salud de mi amigo Alejandro, por supuesto.
Todavía, antes de entrar a la casa, mi celular me avisó que había recibido un mensaje. Era de ella, sólo decía: “¿Pero, me quieres?” Decidí apagarlo, busqué mis llaves, abrí la puerta y entré.

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