Hace veintitrés años que trabajo como taxista, además de maestro (ni modo, es lo que hacemos muchos maestros en la búsqueda de un poco más de ingresos para sostener a nuestras familias), siempre en la misma organización de Taxistas Unidos Plan de Iguala (TUPI), de la Cd. de Iguala, por supuesto.
Todos, como taxistas o como cualquier otro ciudadano, vivimos, en la actualidad muy nerviosos y siempre alertas por el clima de inseguridad que se vive en muchas partes del país. Claro, nosotros desconfiamos de algunos posibles clientes cuando, en la calle, nos piden el servicio y si vemos que, por su aspecto, nos hace sospechar alguna persona que podría ser algún asaltante mejor no la subimos.
Sin embargo, el sábado pasado, en este mes de mayo, época de intensos calores en Iguala y que, además, aún no completaba para pagarle lo de la cuenta al dueño del taxi, eran cerca de las once de la noche cuando, en la esquina de una de las calles del centro de la ciudad, tres individuos me hicieron la señal de que me detuviera. Lo hice y antes de que subieran les pregunté a dónde querían que los llevara. Uno de ellos, el que parecía de mayor edad: como de cuarenta años (los otros proyectaban entre veinte y treinta), me dijo que al Fovissste, una colonia que está por la salida para Taxco.
Abrí la puerta y subieron, los otros dos atrás y el que había hablado, adelande, conmigo. De inmediato advertí que iban con aliento alcohólico. Como ya no podía bajarlos tuve que arriesgarme y arranqué hacia donde me habían indicado.
Ya, en el camino, los de atrás discutían en voz baja por algo que yo no alcanzaba a oír y, el de adelante inmediatamente subió el vidrio de su ventanilla, a pesar del calor, y cada vez que pasábamos cerca de alguna lámpara volteaba la cara como queriendo ocultarla.
Si de por sí, como ya dije, siempre andamos con los nervios de punta, con esas actitudes mi corazón saltaba dentro de mi pecho como un conejo encerrado en un elevador (quién sabe si una vez algún conejo haya estado encerrado en un elevador, pero así me lo imaginé).
Para sentirme un poco protegido y, además, como parte de la obligación que todos los taxistas tenemos con la Organización, me reporté por el radio indicando el destino de mi viaje, informando con la clave que todos conocemos, la calidad de sospechosos que llevaba como clientes para que estuvieran al pendiente. El de adelante me preguntó que por qué lo hacía y le contesté que de no hacerlo me arriesgaba a que me multaran, como parte de las sanciones que habíamos acordado en asamblea del gremio.
No dijo más; se limitó a expresar un sonido gutural como ¡mj!
Entonces, uno de los de atrás, viendo que estábamos a punto de llegar, sugirió que mejor nos siguiéramos hasta un poblado conocido como "Puente González", en la orilla de la ciudad. El de adelante dijo que sí, nos siguiéramos pero, como a veinte metros, dijo que mejor nos desviáramos sobre un camino de terracería que estaba adelante.
Mientras tanto yo trataba de comunicarme con la base que coordina el servicio o con algunos de los compañeros taxistas, sin lograrlo: los canales estaban ocupados y por más que lo intentaba no podía hacerlo. De cualquier manera yo enviaba mensajes ficticios, esperando que los individuos entendieran que no iba solo.
Debo confesar que, a esas alturas, ya no tenía dudas sobre las intenciones de los hombres y el miedo que yo sentía me dio el valor para tomar una decisión. Antes de llegar a la desviación que me había indicado el de adelante pasamos por un terreno en el que han construido dos o tres casitas y, afuera de ellas, se veían dos señoras y un anciano. Detuve el carro justo junto a esas tres personas y como si se hubieran puesto de acuerdo, mis tres pasajeros voltearon sus caras ocultándose y, al mismo tiempo preguntándome el por qué me detenía.
Les dije que no podía ir más adelante porque me había desviado de mi ruta original; la que les había informado a los de la base y que, si seguía, podrían suspenderme de mis derechos hasta por una año. Todavía protestaron pero, al verme firme en la decisión y yo, armado con el valor que me regalaban las dos mujeres y el hombre de edad avanzada, que se encontraban en la calle observando todo, les dije que, por favor, bajaran y me pagaran el servicio.
Uno de ellos, de los de atrás, agregó algo como: "Los siento por las viejas". Yo entendí que se refería a las mujeres paradas cerca del taxi, pero el que iba adelante, ya abajo, les dijo: "Ni modo güeyes ora no se les hizo a sus viejas". El otro que venía atrás concluyó: "¿Ya qué?, siquiera vámonos a La curva a ver a la Malena".
El que iba adelante me pagó, cerré la puerta y me di la vuelta regresando a la ciudad, en donde había dejado mi alma tirada en el pavimento y, en ese momento, me acordé del pobre conejo y lo dejé salir del elevador.
ESTE CUENTO LO DEDICO A MI AMIGO EL POETA, PROFR. Y TAXISTA, FERNANDO ANTÚNEZ, POR HABERME REGALADO EL TEMA.
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