lunes, junio 13, 2005

PARA MI HERMANO ANTONIO POR SU CUMPLE

NOCHE DE ESPANTO

La noche era fría, silenciosa. Tal era el silencio que nuestra respiración rasgaba la quietud del pueblo. Éramos mi hermano Antonio y yo. Él de once años y yo de trece. Caminábamos por esas calles sin pavimento, rústicas, deslavadas por las recientes lluvias, disparejas, como eran las calles de los pueblos de Guerrero.

Íbamos tomados de nuestras manos sudorosas, por los nervios, temblando más de miedo que de frío.

Regresábamos después de estar con nuestra madre en la casa de la tía Rosa, acompañándola por la muerte de nuestra prima Inés, de tres años.

Mientras las mujeres rezaban y lloraban en el interior de la casita de palma de la tía, los hombres, afuera, en el patio, haciendo círculo alrededor de un candil de lata que quemaba petróleo, contaban historias de aparecidos, de muertos, de espantos. Y nosotros, junto a ellos, escuchándolos y llenándonos el cuerpo con los temblores de sus anécdotas: “Que si la llorona, que si la carreta era jalada por un caballo negro, que si el caballo negro salía a media noche, que si la abuelita que te pedía una moneda y luego desaparecía, que si por el camino del panteón se veía una luz que bajaba hacia el pueblo, que si los perros aullaban, que si el tecolote cantaba...”

El sueño nos vencía y el temor era enorme como para seguir escuchando los cuentos de los hombres. Pedimos permiso a nuestra madre para retirarnos a nuestra casa y entramos al mar negro de esa noche quieta, sin viento. El reloj de la iglesia del pueblo anunciaba las once.

El miedo apretaba nuestros corazones y más nos apretábamos las manos al caminar sin hablar, pero adivinándonos el pensamiento que nos sugería regresar a la casa de la tía Rosa. Pero caminábamos, tanteando el camino con nuestros huaraches, viéndonos en nuestros rostros tan sólo un leve brillo en los ojos llenos de miedo.

En la espesura de la noche mil sombras se movían, mil espectros salían y, amenazantes, se acercaban, bajaban desde ese cielo sin luna, cubierto por gruesas nubes.

Casi llegábamos a nuestra casa, estábamos a una cuadra, cuando, a lo lejos, muy cerca del corral de la casa, justo en la esquina, pudimos ver un bulto blanco que, con movimientos agresivos, se dirigía a nuestro encuentro. Nuestras manos se apretaron aún más y nuestros corazones interrumpieron el silencio y empezaron a golpear los pechos como queriendo romperlos.

Sin hablar, como impactados por un rayo, nos movimos y echamos a correr por el otro lado de la cuadra. Corríamos a ciegas, sin ver el camino, unas veces tropezando y otras chapoteando en el agua encharcada de las lluvias. Corríamos casi con las puntas de los pies para no hacer ruido. Un perro que salió, no sé de dónde, casi nos muerde. Las manos doloridas por los apretones, sin soltarlas. Corríamos con el alma por delante, sin voltear, al sentirnos perseguidos por el más horrendo de los aparecidos. Corríamos… y al llegar a la otra esquina del corral de nuestra casa, nos topamos de lleno con aquel bulto blanco.

El miedo nos paralizó y, al quedarnos quietos, pudimos sentir en nuestras caras sudorosas el resoplido de la vaca blanca de don Remigio que había salido a comer algunas hierbas, en aquella noche en que, para nosotros, fue la más espantosa de nuestra niñez.

JOSÉ I. DELGADO BAHENA

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