viernes, mayo 25, 2012


“El robacalzones”
José I. Delgado Bahena
Víctor había llegado, con sus cuarenta y cuatro años de edad, de los Estados Unidos, junto con su esposa Yadira –diecisiete años mayor que él− después de haber estado en el país vecino trabajando, durante algún tiempo, y reuniendo algo de dinero para volver a México con el propósito de poner un negocio y quedarse a vivir definitivamente aquí.
                Ambos eran originarios del estado de Durango, pero en Los Ángeles conocieron a una pareja de recién casados que habían llegado de Iguala y les ofrecieron en venta su terreno, con todo y casa, que habían dejado por el rumbo de la Ciudad Industrial.
                Ellos aceptaron el trato y se vinieron a esta colonia nueva donde las casas apenas si estaban protegidas con alambrado de púas y las calles no contaban con alumbrado público ni pavimentación alguna.
                Ya instalados, invirtieron su capital en una tienda de abarrotes que pusieron en la esquina del terreno.
                A los pocos meses de haber llegado, Víctor se hizo amigo de casi toda la gente que iba a comprar a su tienda; pero, principalmente de los hombres, quienes iban a tomarse unas cervezas junto a la tienda y él los acompañaba en un chismorreo masculino semejante al que arman las mujeres cuando van por las tortillas.
                Por esas pláticas se enteró de quiénes de las mujeres casadas de la colonia, les ponían el cuerno a sus maridos y quiénes de las solteras aceptaba las propuestas indecorosas que los hombres les hacían sólo por pasar a gusto un rato en una cama de hotel o, de plano, en alguna parte oscura del barrio.
                Por eso, cuando las mencionadas llegaban a su tienda en busca de alguno de los artículos que él vendía, el tono y la mirada que usaba para atenderlas eran con intención de parecer amables pero llevaban cierto coqueteo que no pasaba desapercibido por las féminas quienes, aprovechando ese interés por parte de Víctor, le pedían rebajas y hasta fiado, con promesas de pagarle de “algún modo”.
                Él se daba por aludido en sus pretensiones y por las noches, cuando Yadira se acostaba con sus permanentes dolores de cabeza, salía a la calle a fumarse un cigarro y a tomarse una caguama, solo, en la puerta de la tienda.
                En una de esas noches, incitado por los efectos del alcohol, se atrevió a caminar sin rumbo por las calles disparejas de la colonia; sus pasos lo llevaron hasta la cerca de la casa de Julia, la mujer de Andrés, de quien se sabía que, aprovechando que el marido salía por las noches hacia su trabajo de mesero en un local de comida en la Feria de la bandera y que se quedaba sola, por no tener hijos, les daba entrada libre a los vecinos que se sentían atraídos por ella.
                Protegido por la oscuridad, tomó algunas piedritas y las tiró sobre la única ventana de la casa. Al no obtener respuesta, entró por el alambrado y cruzó el patio guiándose por un resplandor que llegaba de un foco lejano que alumbraba una casa, a media cuadra. Antes de llegar, un trozo de tela se le estampó en la cara. Era una prenda íntima de Julia que estaba tendida sobre un hilo de cable. Víctor la destrabó de las pinzas y la guardó en su bolsillo. Con el trofeo en su pantalón, decidió regresar a su casa. Su mujer seguía disfrutando de la tranquilidad de su sueño; él entró al baño y, adentro, sacó de su bolsillo la pantaleta de Julia, la olió y la pasó por su cuerpo, se excitó y se masturbó. Antes de entrar a la recámara, fue al cuarto de herramientas que tenía a un costado de la casa y metió en un bote de clavos la prenda robada.
                Desde esa noche, Víctor esperaba la oportunidad para ir en busca de los trofeos y ubicaba las casas de las clientas que le regalaban sonrisas y promesas lujuriosas que nunca le cumplían; salía y, con su propósito bien definido, buscaba los tendederos que tuvieran algunas prendas femeninas, saltaba el alambrado y las hurtaba. Con ellas en los bolsillos, regresaba a casa y realizaba actos perversos en la privacidad del baño para satisfacer sus deseos sexuales insatisfechos por la desatención de Yadira, su mujer.
                Así pasaron cinco semanas hasta que las mujeres se atrevieron a contarse entre sí sobre la desaparición de sus calzones y a hurgar entre los sospechosos del barrio. No faltó quién señalara a Víctor como principal responsable del robo de los calzones de las mujeres y urdieron un plan para atraparlo.
                Víctor no advirtió el descaro con que algunas clientas le coqueteaban para incentivarlo y se atreviera a actuar; por eso, a los pocos días, decidió ir, en la noche, a la casa de Teresa, la mujer de Rafael, quienes vivían a dos casas de la suya, pero no se dio cuenta de que su mujer lo seguía y ella misma descubrió que su marido se dirigía hacia el tendedero de su vecina.
                Cuando Teresa salió con un silbato en la boca, alertando a las demás mujeres para que se unieran y atraparan al “robacalzones”, ni la presencia de Yadira logró salvar al asustado Víctor de ser linchado por las agredidas quienes dejaron sin cuatro dientes y con muchos golpes en el cuerpo al causante de la desaparición de sus “choninos”.

MANUAL PARA PERVERSOS
Esquina rota
José I. Delgado Bahena
                −¿Ya llegaste? –le preguntó Evelia a Esteban al verlo entrar a la casa.
                −No –contestó de mala gana−. Lo que ves es mi sombra…
                −No seas grosero.
                −¡Pues no hagas preguntas estúpidas! –le gritó él, embarrando sobre su cara el aliento agrio de los vasos de tequila que se había tomado en compañía de Isidro y Adrián, sus amigos de toda la vida, con quienes trabajaba en las oficinas del IMSS.
                Dieciséis años tenían de casados y sólo dos les duró la luna de miel, hasta que llegó su hijo David. Después tuvieron a Manuel y las oportunidades para recuperarse se diluyeron.
                −¿Por qué te emborrachaste? –le preguntó ella mientras encendía la estufa para calentarle el arroz y los huevos duros que había preparado para la comida.
                −No me emborraché –contestó sentándose en la sala para quitarse los zapatos. Sólo estuve un rato en el billar, viendo el futbol con mis amigos.
                −Tus amigos… −refunfuñó ella.
                −Ya cállate y sírveme aquí, quiero ver la tele mientras ceno.
                Ella era secretaria en las oficinas del ISSSTE y eso le favorecía para estar al pendiente de los dos muchachos que estudiaban en una secundaria cercana: uno en tercer grado y el otro en primero. Por eso, cuando pasaba a dejarlos y observaba la barda destruida, por la que los alumnos podrían escapar fácilmente o (“ni Dios lo mande”, pensaba) que algún vago entrara y quisiera hacerles daño e, incluso, como se sabe (en otras escuelas): les quisiera ofrecer droga y engancharlos en el vicio.
                −¿Sabes, viejo? –le dijo, después de que Esteban se había bañado y estaban en la recámara, dispuestos a descansar−, en la escuela tuvimos una reunión de padres de familia porque queremos exigirle al director que mande a reparar la barda.
                −¿Y qué pasó?
                −Pues, dice que ya hizo el trámite en el gobierno pero que no le han dado respuesta. Nos dijo que diéramos una cooperación o que hiciéramos kermeses para reunir fondos. Unos padres no quisieron y se enojaron mucho porque, dicen, no se ve en qué han gastado lo de las cuotas de inscripción.
                −¿Y yo qué?
                −¡Cómo que qué! ¡Eres el padre de mis hijos! ¡Quiero saber tu opinión!
                −¿Para qué?
                −¿No te importan tus hijos?
                −Sí. Pero recuerda que, cuando nos casamos, dijimos que yo iba a trabajar y tú te ibas a encargar del hogar; después quisiste trabajar diciendo que podías con las dos cosas. Tú decide, a mí no me metas en esos chismes.
                Con ese último diálogo, Esteban cerró la conversación y se dispuso a dormir.
                Con el paso de los días, Evelia compartía poco tiempo con su marido y entraba y salía de la casa en diferentes horarios, en ocasiones acompañada por alguno de sus hijos y a veces sola.
                −Oye, ¿a dónde vas? –le preguntó él la noche en que veía en la televisión la final del futbol mexicano.
                −A ver a David –respondió ella muy cortante y con un tono de amargura.
                −¿No está en su cuarto?
                −¿Ves…? Por no interesarte por ellos, ni te enteras de  lo que pasa en esta casa.
                −Para eso estás tú; no me reclames nada y dime dónde está mi hijo.
                −Ah, tu hijo… Pues, si quieres saberlo, acompáñame.
                −Ya no te hagas la dramática y dime. Seguramente está con la novia o con los amigos haciendo tarea.
                −Mejor acompáñame, ¿no?
                En silencio abordaron el automóvil de Evelia. Durante el trayecto, Esteban reflexionaba sobre la última ocasión en que había convivido con sus hijos y su mente tuvo que esforzarse demasiado para regresar, dos años antes, cuando David tenía doce y Manuel diez.
                En aquella ocasión, David invitó a su padre a que se acercara a la computadora para que viera cuántos contactos tenía en Facebook. Él se sentó junto a su hijo y leyó un poco de lo que sus amigos virtuales le escribían.
                Ahora, dos años después, se preguntaba qué tanto había cambiado su hijo mayor y qué estaría haciendo a las diez de la noche en la calle.
                La respuesta la obtuvo casi de inmediato. Evelia estacionaba el auto frente a las oficinas del Ministerio Público y le pedía que se bajara. Al entrar y después de esperar cuarenta minutos para ser atendidos, un agente les explicó el motivo de la detención del muchacho:
                “Tengo que informarles que a su hijo lo detuvimos in fragantti en el momento en el que adquiría droga en la esquina de su escuela; además, tenemos informes de que él era uno de los distribuidores entre sus compañeros. Él lo acepta y dice que un amigo que conoció por internet lo invitó a hacerlo. Será remitido a la correccional para menores.”
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