“El robacalzones”
José I.
Delgado Bahena
Víctor había llegado, con sus cuarenta y cuatro años de edad, de los
Estados Unidos, junto con su esposa Yadira –diecisiete años mayor que él−
después de haber estado en el país vecino trabajando, durante algún tiempo, y
reuniendo algo de dinero para volver a México con el propósito de poner un
negocio y quedarse a vivir definitivamente aquí.
Ambos eran
originarios del estado de Durango, pero en Los Ángeles conocieron a una pareja
de recién casados que habían llegado de Iguala y les ofrecieron en venta su
terreno, con todo y casa, que habían dejado por el rumbo de la Ciudad
Industrial.
Ellos aceptaron
el trato y se vinieron a esta colonia nueva donde las casas apenas si estaban
protegidas con alambrado de púas y las calles no contaban con alumbrado público
ni pavimentación alguna.
Ya instalados, invirtieron
su capital en una tienda de abarrotes que pusieron en la esquina del terreno.
A los pocos meses
de haber llegado, Víctor se hizo amigo de casi toda la gente que iba a comprar
a su tienda; pero, principalmente de los hombres, quienes iban a tomarse unas
cervezas junto a la tienda y él los acompañaba en un chismorreo masculino
semejante al que arman las mujeres cuando van por las tortillas.
Por esas pláticas
se enteró de quiénes de las mujeres casadas de la colonia, les ponían el cuerno
a sus maridos y quiénes de las solteras aceptaba las propuestas indecorosas que
los hombres les hacían sólo por pasar a gusto un rato en una cama de hotel o, de
plano, en alguna parte oscura del barrio.
Por eso, cuando
las mencionadas llegaban a su tienda en busca de alguno de los artículos que él
vendía, el tono y la mirada que usaba para atenderlas eran con intención de parecer
amables pero llevaban cierto coqueteo que no pasaba desapercibido por las
féminas quienes, aprovechando ese interés por parte de Víctor, le pedían
rebajas y hasta fiado, con promesas de pagarle de “algún modo”.
Él se daba por
aludido en sus pretensiones y por las noches, cuando Yadira se acostaba con sus
permanentes dolores de cabeza, salía a la calle a fumarse un cigarro y a tomarse
una caguama, solo, en la puerta de la tienda.
En una de esas
noches, incitado por los efectos del alcohol, se atrevió a caminar sin rumbo
por las calles disparejas de la colonia; sus pasos lo llevaron hasta la cerca
de la casa de Julia, la mujer de Andrés, de quien se sabía que, aprovechando
que el marido salía por las noches hacia su trabajo de mesero en un local de
comida en la Feria de la bandera y que se quedaba sola, por no tener hijos, les
daba entrada libre a los vecinos que se sentían atraídos por ella.
Protegido por la
oscuridad, tomó algunas piedritas y las tiró sobre la única ventana de la casa.
Al no obtener respuesta, entró por el alambrado y cruzó el patio guiándose por
un resplandor que llegaba de un foco lejano que alumbraba una casa, a media
cuadra. Antes de llegar, un trozo de tela se le estampó en la cara. Era una
prenda íntima de Julia que estaba tendida sobre un hilo de cable. Víctor la destrabó
de las pinzas y la guardó en su bolsillo. Con el trofeo en su pantalón, decidió
regresar a su casa. Su mujer seguía disfrutando de la tranquilidad de su sueño;
él entró al baño y, adentro, sacó de su bolsillo la pantaleta de Julia, la olió
y la pasó por su cuerpo, se excitó y se masturbó. Antes de entrar a la
recámara, fue al cuarto de herramientas que tenía a un costado de la casa y
metió en un bote de clavos la prenda robada.
Desde esa noche,
Víctor esperaba la oportunidad para ir en busca de los trofeos y ubicaba las
casas de las clientas que le regalaban sonrisas y promesas lujuriosas que nunca
le cumplían; salía y, con su propósito bien definido, buscaba los tendederos
que tuvieran algunas prendas femeninas, saltaba el alambrado y las hurtaba. Con
ellas en los bolsillos, regresaba a casa y realizaba actos perversos en la
privacidad del baño para satisfacer sus deseos sexuales insatisfechos por la
desatención de Yadira, su mujer.
Así pasaron cinco
semanas hasta que las mujeres se atrevieron a contarse entre sí sobre la
desaparición de sus calzones y a hurgar entre los sospechosos del barrio. No
faltó quién señalara a Víctor como principal responsable del robo de los
calzones de las mujeres y urdieron un plan para atraparlo.
Víctor no
advirtió el descaro con que algunas clientas le coqueteaban para incentivarlo y
se atreviera a actuar; por eso, a los pocos días, decidió ir, en la noche, a la
casa de Teresa, la mujer de Rafael, quienes vivían a dos casas de la suya, pero
no se dio cuenta de que su mujer lo seguía y ella misma descubrió que su marido
se dirigía hacia el tendedero de su vecina.
Cuando Teresa
salió con un silbato en la boca, alertando a las demás mujeres para que se
unieran y atraparan al “robacalzones”, ni la presencia de Yadira logró salvar
al asustado Víctor de ser linchado por las agredidas quienes dejaron sin cuatro
dientes y con muchos golpes en el cuerpo al causante de la desaparición de sus
“choninos”.