La hoguera
José I. Delgado Bahena
Para ser sincera: toda la culpa es de Gustavo. Desde que éramos novios me di cuenta de que, pues… nomás sabía encender la hoguera, pero después no hallaba cómo apagarla. La verdad, yo lo quería mucho; de hecho aún lo quiero, pero él nomás quería andar de manita sudada y esos tiempos ya son muy viejos, ¿no?
Además, pues, ya no éramos unos niños. Yo acababa de terminar la normal y él ya trabajaba de auxiliar de un contador que tiene su despacho por el mercado.
Por eso, cuando lo conocí y lo vi tan guapo, con su portafolio en la mano, me dije: “a este torito yo me lo monto”.
Pero no. La verdad es que siempre fue muy lento, muy pasivo…
Imagínate: un domingo que me invitó a almorzar, fuimos a un bufet que está por el centro; después me dijo que quería ver una película de terror y llegamos al cine a la función de las dos de la tarde. Estando adentro pues… yo lo abrazaba y le agarraba la pierna, para motivarlo, pero él come y come sus palomitas y sus nachos.
Al salir del cine le dije: “llévame a un lugar más… discreto.” Él me tomó de la mano y me llevó a su automóvil. Manejó, en silencio, hacia Tuxpan; iba muy callado. Pensé que se iba a meter de pronto en uno de tantos hoteles que hay por ahí; pero no, llegamos a un restaurante que está hasta el otro lado de la laguna, por el muelle; casi no había gente. Nos bajamos y me dijo: “Aquí te vas a sentir más a gusto, porque casi estaremos solos”.
Así era nuestro noviazgo. Puros besos y manoseos, pero hasta ahí.
Hasta que una tarde me pidió que nos casáramos. Un día antes de la boda me confesó que él nunca había tenido relaciones sexuales y me preguntó que si yo sí. La verdad, usé mis clases de teatro con la maestra Lupita Ayala, lloré y le inventé un choro: le dije que, cuando era adolescente, un tío me violó, pero como era de la política, mis padres no quisieron hacer nada y que… pues… por eso ya no era… virgen.
Él me abrazó y secó mis lágrimas; me dijo que no me preocupara, que me querría igual. Yo le agradecí su comprensión y nos casamos.
Nos fuimos a vivir con sus papás. Ellos no habían tenido más hijos y nos pidieron que los acompañáramos.
Gustavo tenía un cuarto de soltero y ahí nos acomodamos. Como yo no tenía plaza, no trabajaba. Me quedaba todo el día con Leticia, su mamá; él se iba a trabajar, al igual que su papá, que era taxista, y nosotras hacíamos la comida y las cosas del hogar.
Todo iba bien. Lo único que no me gustaba era que él seguía igual de pasivo por las noches; es decir: sólo se complacía conmigo y ya, se dormía. Nunca se preocupó por preguntarme si yo también quedaba contenta y pues, la verdad, eso me tenía inconforme.
Entonces, un día salí del cuarto para entrar al baño −que era el mismo que usábamos todos−, y cuando abrí la puerta, que sólo estaba emparejada, me encontré con su papá, que terminaba de bañarse y se secaba el cuerpo, completamente desnudo. El señor volteó a verme y yo cerré la puerta de inmediato, pero lo que alcancé a ver me dejó con el ojo cuadrado.
Desde entonces, me obsesioné con don Joel, el papá de mi marido. Aunque lo viera vestido, disimuladamente le veía el pantalón y sabía lo que había adentro.
El señor se daba cuenta, porque me descubría viéndolo y sonreía.
Por esa época, Leticia comenzó a estar enferma de un problema de cáncer en la matriz. Por más esfuerzos que le hicieron, a los pocos meses murió.
Entonces yo me encargaba de los quehaceres de la casa. A veces, don Joel llegaba a almorzar y se quedaba a ayudarme un poco, con el aseo y otras cosas.
Una mañana, cuando Gustavo se había ido a trabajar, su papá se estaba bañando y me gritó si le llevaba una toalla. Cuando me disponía a tocar la puerta del baño, para dársela, él abrió y salió, desnudo como estaba, sin cubrirse. Yo sólo abrí la boca; no dije nada porque se me fue encima y me empujó sobre el sofá de la sala; hice como que lo rechazaba pero, la verdad, me estaba gustando lo que me hacía, ¡cuando llegó Gustavo! (Después me dijo que había ido a traer unos papeles que se le olvidaron).
Yo pensé que mi marido se iba a enojar y le iba a pegar a su papá; pero no, don Joel tomó la toalla y se fue a su cuarto. Gustavo se sentó conmigo, en el sofá, y me abrazó. Me pidió que comprendiera a su papá −que estaba muy solo y necesitaba de una compañía− y me dijo que, pues, si yo le correspondía, que no se iba a enfadar, ¡al fin que era su padre!
Desde ese día, la vida me trata mejor; ya no me preocupa que Gustavo encienda la hoguera en las noches, porque por las mañanas su papá la apaga.
Escríbeme:
jose_delgado9@hotmail.com
José I. Delgado Bahena
Para ser sincera: toda la culpa es de Gustavo. Desde que éramos novios me di cuenta de que, pues… nomás sabía encender la hoguera, pero después no hallaba cómo apagarla. La verdad, yo lo quería mucho; de hecho aún lo quiero, pero él nomás quería andar de manita sudada y esos tiempos ya son muy viejos, ¿no?
Además, pues, ya no éramos unos niños. Yo acababa de terminar la normal y él ya trabajaba de auxiliar de un contador que tiene su despacho por el mercado.
Por eso, cuando lo conocí y lo vi tan guapo, con su portafolio en la mano, me dije: “a este torito yo me lo monto”.
Pero no. La verdad es que siempre fue muy lento, muy pasivo…
Imagínate: un domingo que me invitó a almorzar, fuimos a un bufet que está por el centro; después me dijo que quería ver una película de terror y llegamos al cine a la función de las dos de la tarde. Estando adentro pues… yo lo abrazaba y le agarraba la pierna, para motivarlo, pero él come y come sus palomitas y sus nachos.
Al salir del cine le dije: “llévame a un lugar más… discreto.” Él me tomó de la mano y me llevó a su automóvil. Manejó, en silencio, hacia Tuxpan; iba muy callado. Pensé que se iba a meter de pronto en uno de tantos hoteles que hay por ahí; pero no, llegamos a un restaurante que está hasta el otro lado de la laguna, por el muelle; casi no había gente. Nos bajamos y me dijo: “Aquí te vas a sentir más a gusto, porque casi estaremos solos”.
Así era nuestro noviazgo. Puros besos y manoseos, pero hasta ahí.
Hasta que una tarde me pidió que nos casáramos. Un día antes de la boda me confesó que él nunca había tenido relaciones sexuales y me preguntó que si yo sí. La verdad, usé mis clases de teatro con la maestra Lupita Ayala, lloré y le inventé un choro: le dije que, cuando era adolescente, un tío me violó, pero como era de la política, mis padres no quisieron hacer nada y que… pues… por eso ya no era… virgen.
Él me abrazó y secó mis lágrimas; me dijo que no me preocupara, que me querría igual. Yo le agradecí su comprensión y nos casamos.
Nos fuimos a vivir con sus papás. Ellos no habían tenido más hijos y nos pidieron que los acompañáramos.
Gustavo tenía un cuarto de soltero y ahí nos acomodamos. Como yo no tenía plaza, no trabajaba. Me quedaba todo el día con Leticia, su mamá; él se iba a trabajar, al igual que su papá, que era taxista, y nosotras hacíamos la comida y las cosas del hogar.
Todo iba bien. Lo único que no me gustaba era que él seguía igual de pasivo por las noches; es decir: sólo se complacía conmigo y ya, se dormía. Nunca se preocupó por preguntarme si yo también quedaba contenta y pues, la verdad, eso me tenía inconforme.
Entonces, un día salí del cuarto para entrar al baño −que era el mismo que usábamos todos−, y cuando abrí la puerta, que sólo estaba emparejada, me encontré con su papá, que terminaba de bañarse y se secaba el cuerpo, completamente desnudo. El señor volteó a verme y yo cerré la puerta de inmediato, pero lo que alcancé a ver me dejó con el ojo cuadrado.
Desde entonces, me obsesioné con don Joel, el papá de mi marido. Aunque lo viera vestido, disimuladamente le veía el pantalón y sabía lo que había adentro.
El señor se daba cuenta, porque me descubría viéndolo y sonreía.
Por esa época, Leticia comenzó a estar enferma de un problema de cáncer en la matriz. Por más esfuerzos que le hicieron, a los pocos meses murió.
Entonces yo me encargaba de los quehaceres de la casa. A veces, don Joel llegaba a almorzar y se quedaba a ayudarme un poco, con el aseo y otras cosas.
Una mañana, cuando Gustavo se había ido a trabajar, su papá se estaba bañando y me gritó si le llevaba una toalla. Cuando me disponía a tocar la puerta del baño, para dársela, él abrió y salió, desnudo como estaba, sin cubrirse. Yo sólo abrí la boca; no dije nada porque se me fue encima y me empujó sobre el sofá de la sala; hice como que lo rechazaba pero, la verdad, me estaba gustando lo que me hacía, ¡cuando llegó Gustavo! (Después me dijo que había ido a traer unos papeles que se le olvidaron).
Yo pensé que mi marido se iba a enojar y le iba a pegar a su papá; pero no, don Joel tomó la toalla y se fue a su cuarto. Gustavo se sentó conmigo, en el sofá, y me abrazó. Me pidió que comprendiera a su papá −que estaba muy solo y necesitaba de una compañía− y me dijo que, pues, si yo le correspondía, que no se iba a enfadar, ¡al fin que era su padre!
Desde ese día, la vida me trata mejor; ya no me preocupa que Gustavo encienda la hoguera en las noches, porque por las mañanas su papá la apaga.
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