¿Por qué la luna ya no es de queso?
¿Dónde encontró el cangrejo su inmortalidad?
¿Cómo hacer para tener más dedos para contar a todos mis amigos?
¿Por qué mi amiga Chuy se me esconde en la enredadera de internet?
¿Aún el verde es vida?
¿A dónde van los reflejos que absorbe el espejo?
¿Por qué no les enseñan a morder a los perros que ladran?
¿Dios le va al América?
¿Cuál es el mayor número que puede haber?
Bueno, son algunas de las muchas incógnitas que mi mente no logra descifrar. Ojalá que haya alguien tan sabio, tan sabio, pero tan sabio que, al menos me resuelva la penúltima.
¿Por qué? Porque si Dios ha permitido que el América sea campeón, será fácil dar una respuesta cuando me preguntan el por qué le voy al América. Todos me dicen frases como: "no lo puedo creer", "es el peor defecto que podrías tener", "todos cometemos algún error en la vida, no te preocupes", "andas mal y vas a acabar mal", "de todos modos te quiero", etc, etc.
Y yo, que soy muy sentido les digo que mi mente me dice lo mismo: que ¿cómo le puedo ir al América?, pero agrego que en las cosas del corazón me es muy difícil gobernar y mi familia: padres, hermanos, sobrinos, hija, primos, me han contagiado este mal que es incurable y los colores azulcrema los inventó Dios para vestir a los jugadores águilas.
En fin, no convenzo a nadie, ni a mí mismo, pero cuando oigo, en el estadio, cantar a la Monumental: ¡Vamos, vamos América!, me olvido de todos los comentarios y me pongo a cantar y a saltar sintiendo dentro del pecho este cariño que no sabe de goles regalados, ni de árbitros comprados.
Por lo pronto, bebamos de la dulce copa del campeonato que ya vendrán los tragos amargos de las indirectas de los envidiosos de que Dios sea americanista.
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