El closet
José I. Delgado Bahena
Daniel tenía diecisiete años cuando conoció a Israel, su compañero de
la prepa con quien convivía durante las horas libres y de inmediato se sintió
atraído hacia él.
Desde pequeño,
cuando, sin que se dieran cuenta sus dos hermanas –una dos años menos y la otra
dos más que él− les tomaba sus vestidos y se los probaba, frente al espejo del
ropero de sus padres, imitando sus modos para caminar y sus ademanes, supo que
no era un niño “normal”.
Para disimular su
preferencia sexual, durante la secundaria, logró que su mejor amiga: Dolores,
aceptara aparentar ser su novia, sólo porque sus compañeros comenzaban a
hostigarlo con apodos, risitas y manoseos en sus glúteos cuando lo topaban por
los pasillos de su escuela.
En aquella época,
Lola, como le decían todos a su amiga, fue su única confidente y ella supo, por
la misma boca de Daniel, que a él no le interesaban las niñas, aunque tampoco
sentía atracción por algún muchacho conocido.
Pero cuando entró
a la prepa y conoció a Israel, premeditadamente buscó la forma de hacerse su
amigo y trató de disimular su amaneramiento que en ocasiones lo delataba pero,
incluso, Israel mismo se mofaba del tono casi femenino que Daniel daba a sus
palabras.
De todos modos, a
Israel no le importaban los comentarios y las sospechas que la forma apresuradita
de caminar de su amigo despertaban entre sus compañeros y mantuvo su amistad
durante dos semestres, compartiendo tiempos y apoyándose en la realización de
tareas.
Martín, el padre
de Daniel, era ingeniero mecánico y había puesto su taller automotriz por el
sur de la ciudad con la esperanza de que su único hijo varón siguiera sus pasos
y viera como su futura herencia el oficio y el negocio. Por eso insistió en que
Daniel estudiara en esa escuela donde le ofrecían el perfil de técnico
automotriz; sin embargo, el muchacho repudiaba la idea de terminar el día
engrasado, como su padre, y soñaba con estudiar ballet clásico o pertenecer, al
menos, a un club de danza moderna donde pudiera desplegar sus mejores pasos al
ritmo de una música sensual y buena coreografía.
Para desahogar un
sentimiento que no podía externar con libertad ante su amigo, Daniel escribía
canciones de sus artistas favoritos y copiaba poemas de un libro que le
prestaban en “Letrópolis”, un club de lectura que había en su escuela. Después
agregaba dibujos que él mismo hacía y se los obsequiaba.
Estaban en el
tercer semestre y era el último día de clases antes de irse de vacaciones en la
temporada decembrina, cuando Israel soltó un latigazo en la espalda de Daniel:
−¿Qué crees? –le
dijo, mientras se dirigían a la dirección de la escuela para preguntar sobre un
maestro que no había llegado−, Lilí es mi novia.
−¿¡Qué!? –exclamó
él.
−Sí. Ayer la
encontré en la plaza y nos pusimos a platicar. Me confió que yo le gusto pero
que no tenía esperanzas porque pensaba que tú y yo éramos pareja.
−¿Qué le dijiste?
–preguntó Daniel casi con desesperación.
−La verdad: que
sólo somos amigos y que, además, también a mí ella me gustaba.
−¿Y luego…?
−Pues… nada:
entramos al cine y ahí mismo nos besamos. ¿Por qué te has puesto serio?
Daniel no
contestó a la pregunta de su amigo. Con las manos en la boca corrió hacia el
baño que estaba a unos cuantos metros; ahí, en una de las tazas, vomitó el
desayuno que había tomado en casa antes de salir hacia la escuela.
−¿Qué tienes? –le
preguntó Israel sinceramente preocupado.
−Nada. Vete. Voy
a estar bien… no te preocupes –contestó Daniel con los ojos inundados por el
llanto.
−¿Por qué lloras?
¿Te duele algo? –insistió Israel.
−¡Que te largues
pendejo! –gritó Daniel− ¿No te das cuenta que me lastimas con eso, porque te
amo?
−¡No manches! Yo
te quiero, pero como amigo; si tú te confundiste y pensaste otra cosa, es tu
problema. Espero recapacites y entiendas que yo no soy como tú. Luego nos
vemos.
Fue el último día
que Daniel pisó la escuela. Aprovechando que su tío Chalo estaba de visita en
casa, habiendo llegado de los Estados Unidos, le pidió que se lo llevara con él
al país vecino.
Después de cinco años, hace un
mes se le volvió a ver por el zócalo de la ciudad tamarindera. Sólo que ahora
viste pantalones entallados, tacones y blusas, así como ha dejado crecer su
cabello, se lo pinta de rubio y se lo alacia, porque dice que ya salió del
closet, y ha cambiado su nombre: ahora es “Lady Gaga”.