EL MANUAL PARA PERVERSOS
A los cuarenta y cuatro
José I.
Delgado Bahena
Parece increíble, pero las mujeres soportamos más de lo que nosotras
mismas podemos imaginar. Esto lo digo sólo como recordatorio porque, ¿quién
puede suponer que realmente el hombre sea, dizque, el sexo fuerte? Ellos, los
hombres son unos rajones, nomás ven sangre y tiemblan. Les dan miedo las
inyecciones y con una cortadita hacen el drama. ¿Imagínense que tuvieran que
enfrentar las molestias de las menstruaciones y los dolores de un parto? No
pues, se mueren, no aguantan.
Todo esto lo digo
porque Javier, mi marido; mejor dicho: mi ex marido, me tuvo siempre en la
esclavitud de su machismo y en la opresión social de ser “su mujer”. Así me
trató siempre, como algo de su propiedad que podía manipular a su antojo y
hacer conmigo lo que se le viniera en gana.
Lo peor del caso
es que mis padres estaban muy de acuerdo con él, lo apoyaron cuando me pidió
que nos casáramos y me advirtió que iba a tener que dejar de trabajar.
Yo era maestra de
matemáticas en una escuela secundaria que está por la Av. del Estudiante y
estaba muy a gusto con mi trabajo docente; pero en ese momento me pintó la vida
de colores y no me importó acceder a sus peticiones porque dijo: “¿Cómo va a ser
posible que la reina de mi casa esté trabajando de maestra, batallando con
niños que no son suyos? No, mi mujer se encargará de nuestro hogar y de cuidar
de los hijos que tengamos; por eso, como el hombre de la casa, yo trabajaré y
nada faltará para que ella no tenga necesidad de trabajar”.
¡Claro! En
realidad, lo que quería era una criada que le diera hijos y pudiera satisfacer
su deseo sexual a la hora que quisiera.
Al principio fue
muy bonito y se esmeraba en hacerme sentir bien. Llegaba con flores y hasta un
regalito me llevaba a veces; pero, con el paso del tiempo, cuando venía nuestro primer hijo, se dio cuenta que
me tenía amarrada y que no me podría soltar en muchos años, por esa obligación
que mi madre y mi abuela me habían inculcado: “Tienes que ser obediente, Ángela”,
me decían.
Durante el
embarazo, él comenzó a llegar tarde, oliendo a alcohol y a perfume de mujer
barato. Yo le reclamaba pero me decía que estaba loca y se iba a dormir al otro
cuarto que teníamos en la casa. Cuando le conté a mi madre sobre esta situación,
me dijo que era mi cruz y lo tenía que aceptar, ¿qué podía hacer?
Cuando nació
nuestro hijo se agarró de ese pretexto para alejarse aún más, porque le
enfadaban los llantos y los gritos del niño. Desde entonces se quedó a dormir
en la otra habitación y sólo cuando tenía ganas de tener sexo me buscaba,
quedaba satisfecho y se iba de mi lado.
Aquí entre nos,
la verdad, con él nunca supe lo que era tener un orgasmo. Yo no le importaba,
sólo se preocupaba por él y a mí me dejaba con ganas de sentir bonito.
Así pasaron los
años. Luego tuvimos otros dos hijos y la rutina nos absorbió. Él se volvió un
fantasma y yo me entregué a mi obligación de madre.
Todo habría
seguido igual: yo, encerrada; él, con sus viejas (que eran mi cruz). Hasta que
mi hijo Salvador, el mayor, entró a la universidad. Quiso estudiar matemáticas
en la UT y yo me encargué de inscribirlo y de apoyarlo en sus estudios.
Entonces, cuando
ya iba en quinto semestre, y como sabía que yo tenía la especialidad de
matemáticas, Salvador llegaba a la casa acompañado, con frecuencia, de alguno
de sus amigos para que les explicara los temas que en clase no entendían. Fue
así como conocí a Pablo.
Pablo era
compañero de mi hijo y tenía veintidós años. Yo acababa de cumplir los cuarenta
y cuatro y, modestamente, no me veía tan mal a pesar del descuido en que había
caído por falta de motivación hacia mi persona.
Entonces, al
conocer a Pablo y darme cuenta de que yo no le era indiferente, comprendí que
había estado desperdiciando mi vida al lado de Javier quien, para no variar,
era como un cometa a quien con el pretexto de su trabajo, lo veíamos rara vez
durante el día.
Pablo y mi hijo
me invitaron una vez al cine y, aprovechando que mis otros dos hijos iban a la
escuela por la tarde, acepté. Esa fue la primera de muchas en que me atreví a
salir sin avisar o pedir permiso a Javier. Todo parecía ingenuo y sano, hasta
que Pablo llamó a la casa para pedirme que le dejara verme sin que Salvador
estuviera presente.
Sinceramente,
entendí sus intenciones y me dejé llevar por esa luz que me iluminaba el camino
de la libertad. Durante dos años, Pablo logró en mí el descubrimiento de la más
grande gloria. Sus hábiles manos, sus frescos besos, sus juegos, sus caricias y
sus atenciones en la cama, me llevaron a conocer el verdadero placer, la
satisfacción plena de la que nunca supe con mi marido. Fue un caballero y
entendió muy bien que lo único que nos unía era la explosión que nos encendía
la sangre al alcanzar juntos el clímax, como una celebración de Eros, que se
regocijaba en mi realización de mujer satisfecha.
Por eso, cuando
Javier me salió con que quería el divorcio, porque pensaba casarse con una
compañera de la oficina, mucho más joven que él, lo acepté sin chistar, sin
pleito; al contrario: con alegría, porque a los cuarenta y cuatro supe que
podía ver la vida de otra manera y mis manos, mis ojos y, sobre todo, mi sexo,
estaban abiertos al conocimiento y disfrute de nuevas y mejores emociones.
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